MIÉRCOLES, 30 DE NOVIEMBRE
UN PARAÍSO CON ALMAS INCORPÓREAS
En el error fundamental de la inmortalidad natural, descansa la doctrina del estado consciente de los muertos, doctrina que, como la de los tormentos eternos, está en pugna con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, con los dictados de la razón y con nuestros sentimientos de humanidad. Según la creencia popular, los redimidos en el cielo están al cabo de todo lo que pasa en la tierra, y especialmente de lo que les pasa a los amigos que dejaron atrás. ¿Pero cómo podría ser fuente de dicha para los muertos el tener conocimiento de las aflicciones y congojas de los vivos, el ver los pecados cometidos por aquellos a quienes aman y verlos sufrir todas las penas, desilusiones y angustias de la vida? ¿Cuánto podrían gozar de la bienaventuranza del cielo los que revolotean alrededor de sus amigos en la tierra? ¡Y cuán repulsiva es la creencia de que, apenas exhalado el último suspiro, el alma del impenitente es arrojada a las llamas del infierno! ¡En qué abismos de dolor no deben sumirse los que ven a sus amigos bajar a la tumba sin preparación para entrar en una eternidad de pecado y de dolor! Muchos han sido arrastrados a la locura por este horrible pensamiento que los atormentara. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras a este respecto? David declara que el hombre no es consciente en la muerte: “Sale su espíritu, y él se torna en su tierra: en ese mismo día perecen sus pensamientos”. Salmo 146:4 (VM). Salomón da el mismo testimonio: “Porque los que viven saben que han de morir: mas los muertos nada saben”. “También su amor, y su odio y su envidia, feneció ya: ni tiene ya más parte en el siglo, en todo lo que se hace debajo del sol”. “Adonde tú vas no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría”. Eclesiastés 9:5, 6, 10 (El conflicto de los siglos, p. 533).

“Porque David dice de él: Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Por lo cual mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua, y aún mi carne descansará en esperanza; porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu santo vea corrupción”.
Pedro demostró que aquí David no se estaba refiriendo a sí mismo, sino definidamente a Jesucristo… David, como rey de Israel, y también como profeta, había sido especialmente honrado por Dios. Se le mostró en visión profética la vida y el ministerio futuros de Cristo. Vio su rechazamiento, su juicio, su crucifixión, su sepultura, su resurrección y su ascensión.
David dio testimonio de que el alma de Cristo no quedaría en el Hades (la tumba), y que su carne no vería corrupción. Pedro comprobó que esta profecía se cumplió en Jesús de Nazaret. Efectivamente Dios lo levantó de la tumba antes que su cuerpo viera corrupción. Era entonces el Exaltado en el cielo de los cielos (La historia de la redención, pp. 254, 255).

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NOTAS DE ELENA
LECCIÓN DE ESCUELA SABÁTICA
IV TRIMESTRE DEL 2022
Narrado por: Patty Cuyan
Desde: California, USA
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